El gran hablador

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Me llama la atención que ciudadanos  muy críticos con los errores y los abusos de los países democráticos en los que viven tengan tanta tolerancia, e incluso abierta admiración, por tiranos que se eternizan en un poder absoluto. Con respecto a Fidel Castro, me llama todavía más la atención que tanta gente le llamara “Fidel”, como si fuera de la familia. Como las personas megalómanas se buscan y se disfrutan entre sí, he tenido trato a lo largo de los años con colegas míos o con gente del periodismo y hasta de la música que me hablaban de lo fascinante que era “Fidel” visto de cerca, y hasta se ofrecían a presentármelo si yo iba a Cuba. Decían que a García Márquez lo que lo fascinaba de su gran amigo era la irradiación del poder. Las pocas veces en mi vida en que me he encontrado cerca de gente poderosa no he sentido fascinación sino un profundo aburrimiento. Esa gente o está distraída, como pensando en otra cosa, o no para de hablar, mirando al techo, o a un punto indeterminado del aire. Creo que ya he citado aquí unos versillos muy agudos de Auden:

Private faces

in public places

are nicer and wiser

than public faces

in private places. 

Pero de pronto personas que se declaran pacifistas y antimilitaristas hablan con arrobo del “Comandante”, y defensores presuntos de los derechos civiles de los homsexuales no encuentran problema en llamar afectuosamente “compañero” a un dictador que, entre otras sabias medidas, creó campos de rehabilitación para homosexuales.

Me he acordado de una historia que me contó el cantante Antonio Molina, un día inolvidable que pasé entero junto a él, charlando de esto y de lo otro, él acórdándose de sus primeros tiempos casi de vida picaresca en el mundo del espectáculo y yo escuchándolo y preguntándole cosas. Era un hombre bondadoso y cordial, muy propenso a las efusiones emotivas. Me llamaba tocayo, y decía que probablemente éramos parientes. Le dije que su voz en la radio formaba parte para mí de la mejor dulzura de la infancia y se le humedecían los ojos.

El día en que entraron los rebeldes en La Habana Antonio Molina actuaba en el teatro Cervantes, que luego se llamó Karl Marx. Se suspendió el espectáculo, y el teatro se llenó de una multitud que no cabía en los asientos y ocupaba de pie todo los pasillos y trepaba por los palcos. Antonio Molina se vio en el patio de butacas, de pie, estrujado en la multitud, empapado en sudor, escuchando a Fidel Castro. “A mí me dicen que hablo, tocayo, pero ese hombre sí que hablaba, no paraba nunca. Le aplaudían, y parecía que había terminado, pero volvía a hablar, y le aplaudían de nuevo”.

Me dijo que el discurso duró ocho horas seguidas. Me hizo un gesto para que me acercara, y bajó la voz, porque estábamos en una mesa donde había más gente. “Tocayo, me da vergüenza pero te lo voy a contar. Como no podía moverme, me oriné dos veces, allí mismo”.